—Mi hijo menor, Cory, que ahora tiene casi cuarenta años, parecía tener el
diablo en el cuerpo. Drogas, alcohol..., todo lo que se le ocurra, él lo hizo.
El caso es que la situación culminó cuando fue detenido por tráfico de
drogas durante su último año de estudios en la escuela superior.
»A1 principio lo negué. Ningún Herbert había consumido nunca
drogas. Y venderlas..., eso era inconcebible. Armé mucho jaleo, pedí que se
reparase aquella injusticia. No podía ser cierta, no con mi chico. Así que
exigí un juicio completo, a pesar de que nuestro abogado se opuso a su
celebración y el fiscal ofreció un trato que sólo incluía pasar treinta días en
la cárcel si Cory se declaraba culpable. Pero no les hice caso. "No voy a
permitir que mi hijo vaya a la cárcel", exclamé. Así que presenté batalla.
»Pero perdimos y Cory tuvo que pasar un año completo en el
reformatorio de menores de Bridgeport. Por lo que a mí se refiere, fue un
baldón para el buen nombre de la familia. Lo visité dos veces durante todo
ese año.
»Tras su regreso a casa, apenas si nos hablamos. Raras veces le
preguntaba algo y, cuando lo hacía, él me respondía con monosílabos
apenas audibles. Se juntó con malas compañías, y apenas tres meses después
lo detuvieron de nuevo, esta vez por robo en una tienda.
»Quise enfrentarme serenamente a esta nueva situación. No me hacía
ilusiones acerca de su inocencia, así que presioné para conseguir un acuerdo
que implicaba seguir un programa de tratamiento y supervivencia de
noventa días al aire libre en las tierras altas de Arizona. Cinco días más
tarde, tomé un avión, acompañado por Cory, en el aeropuerto Kennedy,
con destino a Phoenix. Llevaba a mi hijo para que "lo reformaran".
»Mi esposa, Carol, y yo lo dejamos en la sede central de la
organización. Observamos cómo lo subían a un autobús blanco, junto con
otros muchachos que ingresaban en el programa, y luego se lo llevaron
hacia las montañas de la zona centro-oriental de Arizona. Después, nos
acompañaron a una sala para una sesión de un día, en la que esperaba
aprender cómo iban a reformar a mi hijo.
»Pero no fue eso lo que aprendí. Lo que aprendí fue que, al margen de
cuáles pudieran ser los problemas de mi hijo, yo también necesitaba ser
reformado. Lo que aprendí aquel día cambió mi vida. No al principio, pues
me resistí con uñas y dientes a todo lo que me sugirieron: "¿Quién, yo?
(protesté). Yo no consumo drogas. No soy yo el que se pasó la mayor parte
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del último año de escuela superior encerrado entre rejas. No soy yo el
ladrón. Soy una persona responsable, respetada, incluso presido una
empresa". Pero, poco a poco, empecé a darme cuenta de la mentira que
había en mi actitud defensiva. De una forma que sólo puedo describir
como simultáneamente dolorosa y esperanzada, terminé por descubrir
que, durante años, había estado en la caja, con respecto a mi esposa y a
mis hijos.
—¿En la caja? —pregunté casi en voz baja. —Sí, en la caja —respondió
Lou—. Porque aquel primer día pasado en Arizona aprendí lo que usted
aprendió ayer. Y en ese momento, cuando probablemente mi hijo bajaba
del autobús y miraba a su alrededor en una zona situada en plena
naturaleza, que sería su hogar durante los tres meses siguientes,
experimenté por primera vez en muchos años el abrumador deseo de
abrazarlo con fuerza. Qué desesperada soledad y vergüenza debía de
estar sintiendo. ¡Y cuánto había contribuido yo a ello! Las últimas horas
pasadas junto a su padre, o incluso meses o quizás años, estuvieron
envueltas en el silencio y en una nube de culpabilidad. Lo único que
pude hacer fue contener las lágrimas.
»Pero las cosas fueron incluso mucho peores. Ese día me di cuenta
de que mi caja me había arrebatado no solamente a mi hijo, sino también
a la gente más importante de mi empresa. Dos semanas antes, en lo que
los empleados llamaron la "disolución de marzo", cinco de los seis
miembros del equipo ejecutivo se marcharon de la empresa en busca de
"mejores oportunidades".
—¿Kate?—pregunté.
—Sí, Kate fue una de ellos.
La mirada de Lou se perdió, aparentemente sumido en profundos
pensamientos.
—Ahora, al recordarlo, me resulta todo muy extraño —dijo finalmente—
Me sentí traicionado, del mismo modo que me había sentido traicionado
por Cory. «Al diablo con ellos (me dije a mí mismo). Que se vayan todos
al infierno.»
«Estaba decidido a convertir Zagrum en una empresa de éxito,
aunque fuera sin su colaboración. "De todos modos, no son tan
magníficos", me dije a mí mismo. La mayoría de ellos llevaban en la
empresa unos seis años, desde que se la comprara a John Zagrum, y la
empresa, en líneas generales, había avanzado renqueante durante todo
ese tiempo. "Si fueran tan buenos, ya deberíamos haber mejorado a estas
alturas. Así que al diablo con ellos", pensé.
»Pero aquello era una mentira. Podía ser cierto, sin embargo, que la
empresa debería estar en mejor situación. Pero eso seguía siendo una
mentira porque estaba totalmente ciego al papel que yo mismo
desempeñaba en nuestra mediocridad. Y, como consecuencia de ello,
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estaba ciego a cómo los culpabilizaba no por sus errores, sino por los
míos. Estaba ciego, como siempre lo estamos, a mi propia caja.
»Pero en Arizona recuperé la visión. Me veía a mí mismo como un
líder tan seguro de la brillantez de sus propias ideas, que no podía
permitir que nadie más brillara, un líder que se sentía tan «ilustrado» que
necesitaba ver a sus colaboradores negativamente para mejorar su propia
ilustración, un líder con tanto impulso por ser el mejor que se aseguró de
que nadie más pudiera ser tan bueno como él.
Lou hizo una pausa, antes de continuar.
—Ha aprendido algo sobre la connivencia, ¿verdad, Tom?
—¿Lo que se produce cuando dos personas están en sus cajas la una con
respecto a la otra? Sí.
—Pues bien, con esas imágenes autojustificadoras que me decían que era un
líder brillante, ilustrado y el mejor de todos, ya se puede imaginar las
connivencias que provocaba a mi alrededor. Metido en mi caja, era una
verdadera fábrica de crear excusas, tanto para mí como para los demás.
Cualquier empleado que necesitara la más ligera justificación por sus propias
auto-traiciones encontraba en mí un variado repertorio.
»No me daba cuenta, por ejemplo, que cuanta más responsabilidad
asumía por el rendimiento de mi equipo, tanta más desconfianza sentían
ellos. Luego, se resistían de toda clase de formas; algunos simplemente
abandonaron sus esfuerzos y dejaron en mis manos toda creatividad; otros, en
cambio, me desafiaron e hicieron las cosas a su modo, mientras que otros
simplemente se marcharon de la empresa. Todas aquellas respuestas me
convencieron de la incompetencia de los empleados, así que respondí
emitiendo instrucciones cada vez más detalladas y meticulosas, desarrollando
mayor número de políticas y procedimientos, y así sucesivamente. La gente
interpretó que aquello no hacía sino demostrar aún más mi falta de respeto
hacia todos ellos, por lo que se me resistieron todavía más. Y así continuó el
círculo vicioso en el que cada uno invitaba al otro a permanecer en la caja y,
al hacerlo así, nos proporcionábamos justificación mutua por estar allí. La
connivencia estaba en todas partes. Aquello era un desastre.
—Como lo ocurrido a Semmelweis —dije, extrañado.
—Ah, ¿de modo que Bud le ha hablado de Semmelweis? —preguntó Lou
mirando a Bud y luego de nuevo a mí.
—Sí —asentí, mirando a Bud.
—Está muy bien —siguió diciendo Lou—. La historia de Semmelweis
guarda un interesante paralelo. En efecto, yo estaba matando a la gente de mi
empresa. Nuestro índice de beneficios podría compararse con el índice de
mortalidad de la sala de maternidad del Hospital General de Viena. Yo
mismo transmitía la enfermedad de la que acusaba a todos los demás. Los
infectaba y luego los acusaba de ser los causantes de la infección. Nuestro
gráfico organizativo era un gráfico de cajas en connivencia. Estaba todo
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hecho un lío.
»Pero en Arizona aprendí que el único que estaba hecho un lío era yo. Al
estar en la caja, provocaba los mismos problemas de los que me quejaba.
Había alejado de mi lado a las mejores personas que conocía, sintiéndome
justificado en todo momento porque me encontraba dentro de la caja. Estaba
convencido de que esas personas no eran tan buenas.
»Ni siquiera Kate —añadió tras una pausa en la que sacudió la cabeza con
pesar—. No he conocido a nadie con más talento que Kate, pero en aquel
entonces no lo veía así, porque me hallaba encerrado en mi caja.
»Así que, mientras estuve en Arizona, me di cuenta de que tenía un enorme
problema. Me hallaba sentado junto a mi esposa, a la que no le había hecho
mucho caso durante veinticinco años. Me separaban más de ciento cincuenta
kilómetros de terreno impracticable de un hijo cuyos recuerdos más recientes
de su padre serían probablemente bastante amargos.
Y mi empresa empezaba a hacer agua por todas partes, después de que los
mejores y más brillantes colaboradores que había tenido se buscaran nuevos
trabajos. Era un hombre solitario. Mi caja estaba destruyendo todo aquello
que me importaba.
»En aquel momento hubo una cuestión que me pareció mucho más
importante que ninguna otra cosa en el mundo: ¿cómo podía salir de la caja?
Lou se detuvo y yo esperé a que continuara.
—¿Cómo lo hizo? —le pregunté finalmente—. ¿Cómo se sale de la caja?
—Eso es algo que usted ya sabe.