Para comprender lo que necesitaba hacer —dijo Lou, levantándose de la
silla—, debe comprender la naturaleza de mi autotraición. —Empezó a
caminar a lo largo de la mesa—. Supongo que hubo muchas autotraiciones,
pero mientras reflexionaba sobre lo aprendido en Arizona me di cuenta de
que en el trabajo me había traicionado a mí mismo de una forma importante.
Y lo que hemos descubierto desde entonces es que casi todos los empleados
se autotraicionan de la misma manera fundamental. Así que todo lo que
hacemos aquí está diseñado para ayudar a nuestra gente a evitar esa
autotraición y a permanecer fuera de la caja. Nuestro éxito en ese cometido
ha constituido la clave de nuestro éxito en el mercado.
—¿Y qué es? —pregunté.
—Bueno, antes permítame preguntarle lo siguiente —dijo Lou—. ¿Cuál es el
propósito de nuestros esfuerzos en el trabajo?
—Conseguir resultados juntos —contesté.
—Excelente —asintió Lou, aparentemente impresionado.
—En realidad, Bud ya me habló de eso ayer —le dije con cierta timidez.
—Oh, ¿han hablado ya de la autotraición fundacional en el trabajo? —
preguntó, mirando a Bud.
—No. Hablamos de cómo cuando estamos en la caja no podemos
concentrarnos verdaderamente en los resultados, porque estamos demasiado
ocupados concentrados en nosotros mismos —dijo Bud—, pero no
profundizamos en el tema.
—De acuerdo —asintió Lou—. Bien, Tom, ¿desde cuándo lleva usted con
nosotros?, ¿aproximadamente un mes?
—Sí, poco más de un mes.
—Hábleme de cómo vino a unirse a nosotros, en Zagrum.
Les relaté a ambos los momentos culminantes de mi carrera en Tetrix, la
admiración que desde hacía tiempo me había despertado Zagrum, y los
detalles de mi proceso de entrevistas.
—¿Qué sintió cuando se le ofreció el puesto?
—Oh, me sentí encantado.
—El día antes de empezar a trabajar, ¿tuvo sentimientos positivos acerca de
los que pronto serían sus compañeros? —me preguntó Lou.
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—Oh, desde luego —contesté—. Me entusiasmaba la idea de empezar.
—¿Tuvo la sensación de querer ser útil para ellos?
—Sí, desde luego que sí.
—Y al pensar en lo que haría en Zagrum y en qué actitud adoptaría en el
trabajo, ¿qué se imaginaba?
—Bueno, me imaginé trabajando duro, haciendo todo lo que pudiera por
ayudar a la empresa a alcanzar el éxito —contesté.
—Muy bien —asintió Lou—, de modo que antes de empezar ya
experimentó la sensación de que haría todo lo que pudiera por ayudar a
Zagrum y a sus empleados a alcanzar el éxito o, como dijo antes, a conseguir
resultados.
—Sí —corroboré.
Lou se dirigió a la pizarra.
—¿Te parece bien si cambio un poco esto, Bud? —le preguntó, señalando
el esquema de la anécdota del bebé que lloraba.
—Desde luego. Adelante, por favor —dijo Bud.
Lou borró parte del esquema y añadió otras cosas. Luego se apartó y sobre
la pizarra quedó escrito lo siguiente:
—Observe, Tom —dijo:—. Al asumir un nuevo puesto de trabajo, la
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mayoría de la gente experimenta más o menos los mismos sentimientos
que usted. Se sienten agradecidos por el empleo y la oportunidad que se
les ofrece. Desean hacer todo lo que puedan por su empresa y por la gente
que trabaja en ella.
»Pero si entrevistara a esa gente un año más tarde —siguió diciendo, vería
que sus sentimientos suelen ser diferentes. Frecuentemente, sus
sentimientos hacia muchos de sus compañeros de trabajo se asemejan a
los que experimentó Bud hacia Nancy en la anécdota que contó ayer. Y a
menudo descubrirá que personas que antes habían estado comprometidas,
integradas, motivadas, con ganas de trabajar como un equipo, etcétera,
tienen luego problemas en muchos de esos ámbitos. ¿Ya quiénes cree
usted que achacan ellos todos esos problemas?
—A todos los que trabajan en la empresa, exceptuándose a sí mismos —
contesté—. Al jefe, a los compañeros, a la gente a la que dirigen e incluso
a la misma empresa.
—Sí. Ahora, sin embargo, sabemos lo que ocurre en realidad. Cuando
culpabilizamos, lo hacemos por nosotros mismos, no a causa de los
demás.
—Pero ¿es siempre así? —pregunté—. Después de todo, el jefe que tenía
en Tetrix era terrible. Creaba toda clase de problemas. Y ahora comprendo
por qué: porque estaba encerrado en la caja. Maltrataba a todos los de su
departamento.
—Sí —asintió Lou— y por mucho que nos esforcemos aquí, en Zagrum,
siempre se va a encontrar con gente que también le maltratará. Pero fíjese
en este esquema —dijo, señalando la pizarra—. ¿Le parece que este
empleado culpabiliza a sus compañeros por lo que le han hecho a él, sea
eso lo que fuere? O, por expresarlo de otro modo: ¿nos metemos en la caja
debido a que otras personas ya están dentro de la caja? ¿Es eso lo que nos
induce a estar en la caja?
La respuesta, naturalmente, era negativa.
—No, nos metemos en la caja porque nos auto-traicionamos. Eso lo
comprendo bien. Pero supongo que mi pregunta plantea más bien: ¿no es
posible culpabilizar a alguien sin estar en la caja?
Lou me miró intensamente.
—¿Se le ocurre algún ejemplo específico sobre el que podamos
reflexionar? —preguntó. —Desde luego —contesté—. Sigo pensando en
mi antiguo jefe en Tetrix. Supongo que lo he estado culpabilizando desde
hace mucho tiempo. Pero lo que quiero decir en el fondo es que es un
verdadero inútil y un gran problema.
—Está bien, pensemos en eso —asintió Lou—. ¿Cree que es posible
reconocer cómo puede ser alguien un gran problema sin estar en la caja y
culpabilizarlo?
—Sí, creo que sí —contesté—. Pero si lo culpabilizo, ¿quiere eso decir
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que estoy necesariamente en la caja?
—Bueno, puede considerarlo del siguiente modo —dijo Lou—. ¿Cree que
su culpabilización ayuda a la otra persona a mejorar?
De repente, me sentí desenmascarado, como si una gran mentira estuviera
a punto de ser del conocimiento público.
—No, probablemente no.
—¿Probablemente? —insistió Lou.
—Bueno, no, está claro que mi culpabilización no ayudará al otro a
mejorar.
—En realidad —puntualizó Lou—, ¿no le parece que sería precisamente
su culpabilización lo que induciría a esa persona a ser peor?
—Sí, supongo que sí —tuve que admitir.
—Entonces, ¿cree que esa culpabilización sirve para algún propósito útil
que ayude a la empresa y a sus empleados a conseguir resultados? ¿Existe
algún propósito fuera de la caja al que sirva o resulte útil esa
culpabilización?
No supe qué decir. La verdad es que para mi culpabilización no había
propósito alguno fuera de la caja. Lo sabía muy bien. Había estado dentro
de la caja con respecto a Chuck durante años. La pregunta planteada a
Lou no fue más que una forma de sentirme justificado por mi
culpabilización. Pero mi necesidad de justificación no hizo sino
desenmascarar mi autotraición. Lou me había obligado a mirar de frente
mi propia mentira.
—Supongo que no —dije.
—Sé lo que está pensando ahora, Tom —intervino Bud—. Ha tenido la
desgracia de trabajar con alguien que estaba con frecuencia en la caja. Y
fue una experiencia dura. Pero fíjese que, en esa clase de situaciones, a mí
también me resulta bastante fácil entrar en la caja, porque la justificación
es muy fácil: ¡el otro es un inútil! No obstante, recuerde que una vez que
entro en la caja en respuesta a eso, necesito que el otro siga siendo un
inútil para que yo pueda seguir culpabilizándolo de serlo. Y no tengo que
hacer nada más que entrar en la caja con respecto a él para invitarlo a que
siga siendo de ese modo. Mi culpabilización induce al otro a ser aquello
mismo por lo que lo culpabilizo. Es decir, como estoy dentro de la caja,
necesito problemas.
»¿No le parece que sería mucho mejor tener la capacidad para reconocer
las cajas de los demás sin culpabilizarlos por estar en ellas? —me
preguntó—. Después de todo, sé muy bien lo que es estar en la caja
porque una parte del tiempo también me lo paso allí. Fuera de la caja
puedo comprender lo que es estar dentro. Y puesto que cuando estoy fuera
no necesito inducir a los otros a ser unos inútiles, lo que consigo con ello
es aliviar, en lugar de exacerbar las situaciones difíciles.
»Aquí se puede aprender también otra lección. Ya se ha dado cuenta de lo
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nocivo que resulta ser un líder en la caja, puesto que induce a todos los
que trabajan para él a meterse igualmente en sus cajas. La lección que de
ello se deriva es que se necesita ser una clase diferente de líder. Esa es su
obligación como líder. Cuando está dentro de la caja, la gente lo sigue, si
es que lo hace, sólo por medio de la fuerza o la amenaza de emplearla.
Pero eso no es liderazgo, sino coacción. Los líderes que la gente elige
seguir son aquellos que están fuera de la caja. Repase su vida y verá que
es así.
El rostro de Chuck Staehli desapareció de mi mente y vi a Amos Page, mi
primer jefe en Tetrix. Habría hecho cualquier cosa por Amos. Era un
hombre duro, exigente, y capaz de estar fuera de la caja como cualquier
otra persona que pudiera imaginar. Su entusiasmo por el trabajo y por la
industria impuso el curso que siguió toda mi carrera. Había transcurrido
mucho tiempo desde la última vez que viera a Amos, y tomé nota mental
de buscarlo y ver cómo le iban las cosas.
—Así pues, Tom, su éxito como líder depende de liberarse de la
autotraición. Sólo entonces se invita a los otros a liberarse igualmente de
traicionarse a sí mismos. Sólo entonces está creando a otros líderes,
colaboradores que le responderán, en los que podrá confiar y con los que
deseará trabajar. Le debe usted a su gente el estar fuera de la caja. Le debe
usted a Za-grum el estar fuera de la caja para ellos.
Bud se levantó. ;s
—Permítame darle un ejemplo de la clase de líder que necesitamos que
sea —dijo—. Mi primer proyecto como abogado novato fue convertirme
en un experto en derecho de hogares móviles en California. Los resultados
de mi investigación serían cruciales para uno de los clientes más
importantes del bufete para el que trabajaba, ya que los planes de
expansión de ese cliente exigían la adquisición de grandes zonas de
terrenos ocupados por aquel entonces por parques de hogares móviles.
»La abogada que supervisaba el proyecto era Anita Cario, alguien que
trabajaba en el bufete desde hacía cuatro años, y a la que le quedaban tres
años de trabajo para que se considerase la posibilidad de aceptarla como
socia. Un abogado novato puede permitirse cometer unos pocos errores,
pero otro que lleva cuatro años en el mismo bufete no dispone de ese lujo.
Se supone que después de esos años ya debe estar curtido, ser digno de
confianza y competente. Generalmente, cualquier error grave cometido a
esas alturas en un bufete de abogados cuenta como un baldón cuando se
trata de decidir su aceptación como socio.
»Bien, me entregué de lleno al proyecto. Durante una semana me convertí
probablemente en el mejor experto mundial en derecho de hogares
móviles en California. Hasta ahora, todo muy bien, ¿verdad? Luego,
expuse mi análisis en un extenso memorándum. Anita y el socio principal
que supervisaban el proyecto se sintieron contentos porque el resultado
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fue bueno para nuestro cliente. Todo salió bien y yo me convertí en un
héroe.
»Unas dos semanas más tarde, Anita y yo estábamos trabajando en el
despacho. Casi de pasada, ella dijo: "Ah, a propósito, tenía ganas de
preguntarle algo: ¿comprobó usted las addendas en todos los libros que
utilizó para su investigación sobre los hogares móviles?".
No estaba familiarizado con el término empleado por Bud.
—¿Addendas? —pregunté.
—Sí, ¿ha estado alguna vez en una biblioteca de derecho?
—Sí.
—Entonces sabrá lo gruesos que son los libros de derecho.
—Desde luego.
—El caso es que los gruesos libros de derecho plantean un desafío de
impresión que se soluciona con lo que solemos llamar addendas.
Permítame explicarle. Los libros de consulta que se utilizan en un bufete
necesitan de una revisión constante para reflejar las últimas
incorporaciones al derecho. Para evitar las reimpresiones frecuentes de
libros que son muy caros, la mayoría de las obras de consulta incluyen al
final una bolsa donde se guardan las actualizaciones mensuales
que se produzcan, llamadas addendas.
—Entonces, lo que Anita le preguntaba era si,
cuando llevó a cabo su análisis, había comprobado usted las versiones
más actualizadas del derecho.
—Exactamente. En cuanto me hizo la pregunta, hubiera querido echar a
correr y esconderme porque lo cierto es que, arrastrado por mi
entusiasmo, ni siquiera se me ocurrió comprobar las addendas.
»Así que corrimos a la biblioteca del bufete y empezamos a sacar todos
los libros de consulta que había utilizado. ¿Y sabe qué? Resultó que la ley
había cambiado, y no sólo de una manera marginal, sino tan fundamental
que lo variaba todo. Había hecho que el cliente se metiera de cabeza en
una pesadilla legal y de relaciones públicas.
—¿Bromea?—pregunté. as
—Me temo que no. Anita y yo regresamos al despacho para darle la mala
noticia a Jerry, el socio principal supervisor del proyecto. En ese
momento se encontraba en otra ciudad, así que lo llamamos por teléfono.
Y ahora piense, Tom. Si fuera usted Anita Cario, permanentemente
examinada para una posible asociación con el bufete, ¿qué le habría dicho
a Jerry?
—Oh, que el abogado novato había cometido un tremendo error, o algo
así —contesté—. Habría encontrado alguna forma de hacerle saber que lo
ocurrido no había sido por culpa mía.
—Yo también habría actuado así. Pero no fue eso lo que ella hizo. Lo que
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dijo fue: «Jerry, ¿recuerda aquel análisis de expansión? Resulta que he
cometido un error grave y que se acaba de cambiar esa ley. Se me pasó
por alto. Nuestra estrategia de expansión está totalmente equivocada».
»Yo la escuchaba con la boca abierta. Era yo el que lo había echado todo
a perder, no Anita, pero ella, a pesar de haber tantas cosas en juego,
asumía la responsabilidad del error. En la conversación que mantuvo con
Jerry no deslizó ni un solo comentario que me señalara a mí.
»"¿Qué quiere decir con eso de que ha cometido usted un error?", le
pregunté a Anita después de que colgara el teléfono. "Fui yo el que no
comprobó las addendas." A lo que ella me respondió: "Es cierto que
debería usted haberlas comprobado. Pero yo soy su primera supervisora y,
a lo largo del proceso, hubo una serie de veces en las que pensé que debía
recordarle el comprobarlas, algo que no hice hasta hoy. Si le hubiera
preguntado cuando sentí que debía hacerlo, nada de esto habría sucedido.
Así que, en efecto, usted cometió un error, pero yo también".
»Y ahora, piense en lo ocurrido, Tom —siguió diciendo Bud—. ¿Cree que
Anita me podría haber culpabilizado?
—Desde luego.
—Y habría estado justificada en culpabilizarme, ¿verdad? Después de
todo, yo había cometido un error y era por tanto culpable.
—Sí, supongo que eso es así.
—Y, sin embargo, fíjese —añadió Bud con vehemencia—, ella no
necesitó culpabilizarme, a pesar de que yo hubiera cometido un error,
porque no estaba en la caja y, al estar fuera, no tenía necesidad alguna de
justificación.
Bud guardó un momento de silencio y se sentó.
—Y ahora viene lo interesante: al asumir la responsabilidad por el error,
¿cree usted que Anita hizo que yo me sintiera menos o más responsable
por mi propio error?
—Oh, más, desde luego —contesté.
—En efecto —asintió Bud—. Cien veces más. Al negarse a buscar una
justificación para su error, relativamente pequeño, me invitó a asumir mi
responsabilidad por el gran error que yo había cometido. A partir de ese
momento, habría hecho cualquier cosa por Anita Cario.
»Pero piense en cómo habría cambiado mi actitud si ella me hubiera
culpabilizado. ¿Cómo cree que habría reaccionado si Anita me hubiese
acusado al hablar con Jerry?
—Bueno, no sé qué habría hecho usted exactamente, pero probablemente
habría empezado a encontrar algunas debilidades en ella que, al final, la
hubiesen convertido en una persona con la que le sería difícil trabajar.
—Exactamente. Y tanto Anita como yo nos habríamos concentrado en
nosotros mismos, en lugar de aquello en lo que necesitábamos
concentrarnos más que nunca: el resultado para el cliente.
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—Y eso —intervino Lou— fue exactamente lo que comprendí que era mi
problema cuando estuve en Arizona aprendiendo este material. Había
fallado de una serie de formas al no hacer todo lo que pude por ayudar a
Zagrum y a sus empleados a conseguir resultados. En otras palabras —
dijo, señalando la pizarra—. Había traicionado mi sentido de lo que
necesitaba hacer por los demás en la empresa. Y al hacerlo así, me enterré
en la caja. No me había concentrado en absoluto en los resultados, sino en
mí mismo. Y, como consecuencia de esa autotraición, culpabilicé a los
demás por todo. Este esquema se refería a mí —dijo, señalando el
diagrama—. Veía a todos los que trabajaban en la empresa como
problemas, y me consideraba a mí mismo como víctima de su
incompetencia.
»Pero en aquel momento de toma de conciencia, un momento que cabría
esperar que fuese oscuro y deprimente, experimenté la primera sensación
de felicidad y esperanza que había sentido desde hacía muchos meses por
mi empresa. Sin saber todavía muy bien adonde me llevaría todo aquello,
tuve la abrumadora sensación de que había algo, una primera cosa, que
necesitaba hacer. Algo que tenía que hacer para empezar a salir de la caja.
»Tenía que ver a Kate.