—Después de pasar diez años en el bufete de abogados, me convertí en asesor general de Sierra Product Systems. ¿Recuerda a Sierra? —me preguntó Bud, volviéndose a mirarme.
Sierra había sido la pionera de varios de los procesos explotados por Zagrum para ascender al lugar que ahora ocupaba, en lo más alto entre las empresas dedicadas a la fabricación de alta tecnología.
—Claro. Sus tecnologías cambiaron la industria. ¿Qué fue de ellos?
—Fueron adquiridos por Zagrum Company.
—¿De veras? No me había enterado.
—El acuerdo fue bastante complicado, pero el resultado final fue que Zagrum adquirió la mayor parte de la útil propiedad intelectual de Sierra, como patentes y todo lo demás.
»Eso sucedió hace dieciséis años. Por aquella época yo era vicepresidente de Sierra y me integré en Zagrum como parte del acuerdo. No tenía ni la menor idea de dónde me metía. —Bud extendió la mano hacia el vaso y tomó un sorbo de agua—. Por aquella época, Zagrum era un tanto misteriosa. Pero a mí me introdujeron de modo bastante apresurado en el misterio de Zagrum, durante mi segunda gran reunión, para ser exactos.
»Al estar íntimamente familiarizado con las adquisiciones claves procedentes de Sierra, me integré en Zagrum como parte del equipo ejecutivo. En mi primera reunión se me asignaron varias tareas difíciles antes de la segunda reunión, que se celebraría dos semanas más tarde. Era una carga pesada, sobre todo porque tenía que aprender cómo funcionaba la empresa.
«Finalmente, la noche antes de que se celebrase la segunda reunión, sólo me faltaba por completar una de las tareas asignadas. Parecía tarde y estaba cansado. Dado todo lo conseguido y lo que había tenido que pasar para lograrlo, esa última tarea pendiente me pareció poco importante. Así que decidí dejarla sin hacer.
»Al día siguiente, en la reunión, informé de mis logros, hice mis recomendaciones y compartí la información importante que había logrado reunir. Luego le dije al grupo que debido al tiempo empleado en realizar todas aquellas otras tareas, por no hablar de los obstáculos encontrados, aún me quedaba una última por realizar.
»Jamás olvidaré lo que ocurrió a continuación. Lou Herbert, que por entonces era el presidente de la empresa, se volvió hacia Kate Stenarude, que ocupaba el puesto que yo tengo ahora, y le pidió que se ocupara de realizar aquella tarea para la siguiente reunión.
Luego, la reunión continuó con los informes de los demás. No se dijo nada más sobre el asunto, pero observé que yo era la única persona del grupo que había dejado algo por hacer.
»Me pasé el resto de la reunión perdido en mis propios pensamientos, sintiéndome en una situación embarazosa, empequeñecido, preguntándome si pertenecía a aquel grupo, si realmente deseaba pertenecer al mismo.
»Una vez acabada la reunión, guardé mis documentos en el maletín, mientras los demás charlaban. En ese momento no me sentía parte del grupo y trataba de pasar inadvertido y deslizarme hacia la puerta, dejando atrás a mis colegas, cuando noté una mano sobre la espalda.
»"Bud..." Me volví y vi a Lou que me sonreía y me miraba con sus suaves pero penetrantes ojos. "¿Le importaría que le acompañara de regreso a su despacho?", me preguntó.
»"No, en absoluto", le contesté, sorprendido de que, efectivamente, no me importara.
Bud detuvo un momento su narración.
—Usted no conoce a Lou y probablemente no lleva con nosotros el tiempo suficiente para conocer las historias que se cuentan, pero la verdad es que Lou Herbert es toda una leyenda. Fue personalmente responsable de haber tomado en sus manos una empresa mediocre y poco importante y haberla convertido en un monstruo enorme, a pesar de sus debilidades y en ocasiones incluso gracias a ellas. Todo el que trabajó en Zagrum por esa época le fue ferozmente leal.
—En realidad, he escuchado alguna que otra anécdota —dije—. Y desde mi trabajo en Tetrix recuerdo cómo los jefes parecían admirarlo, sobre todo Joe Alvarez, el presidente ejecutivo de Tetrix.
—Sí, conozco a Joe —asintió Bud.
—Bueno —añadí—, Joe considera a Lou como el pionero de la industria.
—Tiene razón —asintió Bud—. Lou fue el pionero de la industria, aunque Joe no sabe bien hasta qué punto. Y eso es lo que va usted a saber —indicó con énfasis—. Lou está jubilado desde hace diez años, pero sigue viniendo por aquí varias veces al mes para ver lo que estamos haciendo. Su perspicacia es muy valiosa. Y nosotros seguimos reservándole un despacho. »En cualquier caso, Tom, yo ya conocía buena parte de su leyenda antes de integrarme en la empresa. Así que quizá pueda comprender las contrapuestas emociones que experimenté después de aquella reunión. Tenía la sensación de haber sido desairado, pero también me preocupaba mucho la opinión que pudiera tener Lou de mí. ¡Y ahora resultaba que me pedía acompañarme de regreso a mi despacho! Me alegré de caminar a su lado, pero también temía..., bueno, no sé qué temía.
»Me preguntó cómo me había ido el traslado, si mi familia se había instalado y se sentía feliz y si disfrutaba con los desafíos que se me planteaban en Zagrum. Le entristeció saber que Nancy lo estaba pasando mal a causa del traslado y prometió llamarla personalmente para ver si podía hacer algo, una llamada que hizo aquella misma noche.
«Cuando llegamos a mi despacho, antes de que pudiera volverme para entrar, me tomó por los hombros con sus fuertes y delgadas manos, me miró directamente a los ojos, con una expresión de ligera preocupación escrita en las arrugas de su curtida frente y me dijo: "Bud, nos sentimos felices de tenerlo con nosotros. Es usted un hombre bueno y con talento. Añade mucho al equipo, pero no volverá a dejarnos en la estacada, ¿verdad?".
—¿Fue eso lo que dijo? —le pregunté con incredulidad.
—Sí.
—No tengo nada contra Lou, pero creo que fue un tanto inmerecido teniendo en cuenta todo lo que usted había hecho. Se puede asustar a mucha gente diciendo cosas así.
—Eso es cierto —admitió Bud—, pero ¿sabe? Las cosas no fueron así en mi caso. En aquel momento no me sentí ofendido con Lou y, en cierto modo, hasta me mostré inspirado y conseguí decir: «No, Lou, no volveré a dejarles en la estacada».
»Sé que eso parece un cuento viejo, pero así eran las cosas con Lou. Raras veces tomaba sus decisiones siguiendo las normas de libro. Probablemente, llegó a violar todos y cada uno de los principios de dirección conocidos por el hombre. De cien personas que hubieran tratado de hacerme lo que me hizo Lou en aquella reunión y después, sólo una podría haber conseguido mi cooperación, como la consiguió Lou, en lugar de mi resentimiento. Según la teoría, eso no debería haber funcionado, pero lo cierto es que funcionó. Y, con Lou, solía funcionar. La cuestión, Tom, es saber por qué, ¿por qué funcionaba así con Lou?
Aquella era una buena pregunta.
—No lo sé —contesté finalmente, con un ligero encogimiento de hombros. Y al cabo de un momento, añadí—: Quizá fuera porque se dio cuenta de que Lou se preocupaba tanto por usted que no se sentía amenazado por la situación, como podría haber sucedido de otro modo.
Bud sonrió y se sentó de nuevo frente a mí.
—Lo que acaba de decir es extremadamente importante, Tom. Piense por un momento en ello; sabemos qué es lo que sienten los demás sobre nosotros, y es a eso a lo que respondemos. Permítame darle otro ejemplo.
»Hace un par de años, había dos personas en el edificio 6 que siempre parecían andar a la greña, lo que creaba problemas para el equipo. Una de ellas acudió a verme para hablar del asunto y me dijo: "No sé qué hacer con esto. No consigo que León responda y coopere conmigo. No importa lo que yo haga; León parece incapaz de pensar que yo pueda tener algún interés por él. Hago todo lo posible por preguntarle por su familia, lo invito a almorzar, hago todo lo que se me ocurre, pero nada ayuda".
»"Quiero que considere algo, Gabe", le dije. "Piénselo a fondo. Cuando hace todo lo posible para conseguir que León sepa que se interesa por él, ¿qué es lo que le interesa más: él, o la opinión que él tiene de usted?"
»Creo que Gabe se sorprendió un poco ante la pregunta, así que añadí:
"Quizá León crea que no está usted realmente interesado por él y que en realidad sólo se preocupa por usted mismo".
«Finalmente, Gabe comprendió el problema, aunque fue un momento doloroso. De él dependía, por tanto, encontrar la forma de hacer algo al respecto, de aplicar algunas de las cosas de las que usted y yo vamos a tratar hoy.
Bud me dirigió una larga mirada, como si quisiera leer mis pensamientos.
—Déjeme darle otro ejemplo —dijo—, esta vez más cercano a mi hogar. Una mañana, hace ya años, Nancy y yo andábamos enzarzados en una discusión.
Por lo que recuerdo, ella estaba enfadada porque yo no había lavado los platos la noche anterior, y yo estaba enfadado porque ella se enojara por eso.
¿Capta la situación?
—Desde luego. Ya he pasado antes por eso —contesté, pensando en la última de una larga serie de discusiones que había tenido con mi esposa, Laura, esa misma mañana.
—Al cabo de un rato, Nancy y yo nos habíamos situado incluso en lados opuestos de la habitación —siguió diciendo Bud—. Yo estaba harto de nuestra pequeña «discusión» que, además, me estaba haciendo llegar tarde al trabajo, y decidí disculparme para acabar de una vez con el asunto. Me acerqué a ella y le dije: «Lo siento, Nancy», y me incliné para besarla.
»Nuestros labios se encontraron, aunque sólo fuese por un milisegundo. Fue el beso más corto del mundo. No tenía la intención de que fuera de ese modo, pero fue todo lo que ambos pudimos hacer en ese momento.
»"No lo dices de veras", me dijo ella con serenidad mientras yo me apartaba lentamente. Y tenía razón, claro, precisamente por la razón de la que hemos hablado: porque se me notaba lo que sentía. Me sentía agraviado, sobrecargado y nada apreciado, y ni siquiera podía encubrirlo con un beso.
Pero recuerdo que descendí al garaje, sacudiendo la cabeza y murmurando algo para mis adentros. Ahora tenía una prueba más de la actitud irrazonable de mi esposa: ni siquiera era capaz de aceptar una disculpa.
»Y esa es precisamente la cuestión, Tom. ¿Había una disculpa que aceptar?
—No, porque usted no la dijo de veras, como observó Nancy.
—En efecto. Yo le dije: «Lo siento», pero mis sentimientos no dijeron eso, y a lo que ella respondió fue a lo que yo sentía, revelado por mi tono de voz, por la mirada, la postura, el nivel de interés demostrado por sus necesidades.
Bud se detuvo y pensé en lo sucedido aquella misma mañana con Laura: su rostro, que en otro tiempo irradiaba alegría, preocupación y amor por la vida, aparecía ahora ensombrecido por la resignación de una profunda herida, y sus palabras producían agujeros en las convicciones que todavía me quedaban acerca de nuestro matrimonio.
—Tengo la sensación de que ya no te conozco, Tom —me dijo Laura—. Y, lo que es peor, la mayor parte del tiempo tengo la sensación de que ya no te preocupas realmente por conocerme. Es como si yo fuera una pesada carga para ti, o algo así. No sé ya cuándo fue la última vez que sentí amor por ti.
Ahora, sólo queda toda esa frialdad. Te limitas a hundirte en tu trabajo, incluso cuando estás en casa. Y, si quieres que te diga la verdad, en realidad tampoco abrigo fuertes sentimientos hacia ti. Desearía tenerlos, pero todo se convierte en una especie de palabrería. Nuestra vida juntos ya no es una vida juntos. Vivimos nuestras vidas por separado, aunque convivamos en la misma casa, nos encontremos el uno con el otro de vez en cuando, nos preguntemos por fechas y cosas comunes. Incluso conseguimos sonreír, pero todo son mentiras. No hay ningún sentimiento por detrás de todo eso.
—Lo que planteo aquí, Tom —escuché de nuevo la voz de Bud, que me arrancó de mis problemas personales—, es que podemos darnos cuenta de lo que sienten los demás hacia nosotros. Con un poco de tiempo, siempre podemos saber cuándo alguien nos quiere hacer la puñeta, manipular o engañar. Siempre podemos detectar la hipocresía. Siempre somos capaces de detectar la culpa oculta por debajo del barniz de la amabilidad. Y, habitualmente, nos resentimos por ello. No importa que la otra persona intente arreglar la situación dando vueltas a nuestro alrededor, sentándose en el borde de una silla para practicar la escucha activa, preguntarnos por la familia para mostrarnos interés o utilizar cualquier otra habilidad aprendida con tal de ser más efectivo. Lo que nosotros sabemos y a lo que respondemos es cómo nos considera esa persona cuando hacemos esas cosas.
Mis pensamientos regresaron de nuevo a Chuck Staehli.
—Sí, sé de qué habla. ¿Conoce a Chuck Staehli, el vicepresidente ejecutivo de Tetrix?
—¿De un metro noventa, cabello pelirrojo y delgado y unos ojos estrechos de mirada intensa? —preguntó Bud.
—Él mismo. Pues bien, sólo necesité estar diez minutos con él para saber que el mundo tenía que girar a su alrededor, y si eso sucedía con el mundo, ciertamente tenía que suceder con todo aquel que trabajara en su organización.
Recuerdo por ejemplo una ocasión en la que estaba en una reunión de ejecutivos con Joe Alvarez, después de un mes de octubre febril en el que tratamos de solucionar un problema de software en uno de nuestros productos. Fue un esfuerzo hercúleo que consumió casi todo mi tiempo y el ochenta por ciento del tiempo de uno de mis grupos. Durante la reunión, Joe expresó su felicitación por un trabajo bien hecho. ¿Se imagina quién aceptó la alabanza?
—¿Staehli?
—En efecto, Staehli. Ni siquiera reconoció lo que habíamos hecho nosotros o, si lo hizo, fue de un modo tan devaluado que habría sido mejor que no dijera nada. Se limitó a recoger toda la gloria. Creo que en ese momento estaba realmente convencido de ser el responsable del éxito. Eso me hizo sentir verdaderas náuseas. Y ese no es más que uno de entre muchos otros ejemplos.
Bud me escuchaba con interés y, de repente, me di cuenta de lo que estaba haciendo: hablando mal de mi antiguo jefe delante del nuevo. Tuve la sensación de que debía cerrar la boca de inmediato.
—El caso es que Chuck me pareció un buen ejemplo de lo que usted estaba diciendo.
Me recliné en la silla como para indicar que había terminado, confiando en no haber hablado demasiado,
Si Bud se sintió alarmado por algo, no lo demostró.
—Sí, ese es un buen ejemplo —dijo—. Compare ahora la actitud de Staehli con la de Lou, o, más exactamente, compare la influencia que tuvo cada uno de ellos sobre los demás. ¿Diría usted, por ejemplo, que Staehli inspiró en usted la misma clase de esfuerzo, el mismo nivel de resultados que Lou inspiró en mí?
—Desde luego que no —contesté a la fácil pregunta—. Staehli no inspiró ni trabajo duro ni devoción alguna. No me malinterprete. Seguí trabajando duro, claro está, porque tenía una carrera propia de la que preocuparme, pero nadie se desvivió nunca por ayudarle.
—Observe que algunas personas, como por ejemplo Lou, inspiran devoción y compromiso en los demás, incluso aunque sean torpes a nivel interpersonal —dijo Bud—. Apenas importa el hecho de que hayan asistido a numerosos seminarios o de que nunca consiguieran aprender las últimas técnicas. ¡Lo cierto es que producen! Y también inspiran a hacer lo mismo a aquellos que los rodean. Algunos de los mejores líderes de nuestra empresa pertenecen a esa categoría. No siempre dicen o hacen las cosas «correctas», pero a la gente le encanta trabajar con ellos. Obtienen resultados.
»Pero luego también está esa otra gente, los Chuck Staehli, como usted lo ha descrito, que ejercen sobre los demás una influencia muy diferente. Aunque a nivel interpersonal hicieran todas las cosas "correctas", aunque aplicaran todas las últimas habilidades y técnicas a sus comunicaciones y tareas, eso no importaría lo más mínimo. En último término, la gente se resentiría con sus tácticas y actitudes. Y terminarían por ser unos fracasos como líderes, precisamente porque provocan a la gente a resistirse a ellos.
—Eso es cierto —asentí—. Staehli actuaba con suavidad pero, para mí, eso le perjudicaba porque yo siempre tenía la sensación de estar siendo «suavizado ». ¿Está usted diciendo, sin embargo, que las habilidades de las personas no importan? —añadí—. No estoy tan seguro de que eso sea cierto.
—No, claro que no estoy diciendo eso. Lo que sugiero es que las habilidades de las personas nunca son tan fundamentales. Según mi experiencia, pueden ser valiosas utilizadas por personas como Lou; reducen las malas interpretaciones y las torpezas. Pero no son nada útiles cuando las utilizan personas como Staehli, tal como lo ha descrito, ya que sólo crean resentimiento en las personas que tratan de «habilitar» o «suavizar», como dice usted. Que las habilidades de las personas sean efectivas o no depende de algo más profundo.
—¿De algo más profundo?
—Sí, algo más profundo que el comportamiento y la habilidad. Eso fue lo que me enseñó Lou, y mi reacción ante él, aquel día de la segunda reunión a la que asistí aquí, en Zagrum. Y lo que me enseñó al principio del día siguiente, cuando él y yo estuvimos reunidos durante un día entero.
—¿Quiere usted decir...?
—Sí, Tom —me contestó Bud antes de que terminara de formular la pregunta—. Lou hizo por mí lo que yo he empezado a hacer ahora por usted.
Algo que solían llamar «las reuniones de Lou» —añadió con una sonrisa burlona, mirándome intencionadamente—. Recuerde que yo tengo el mismo problema que usted.