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                          1.04 -El problema que subyace bajo otros problemas

                          El problema que subyace bajo otros problemas
                          —¿Ha oído hablar alguna vez de Ignaz Semmel-weis? —me preguntó.
                          —No, no lo creo. ¿Es el nombre de alguna enfermedad, o algo así?
                          —No, no —exclamó Bud con una sonrisa—, pero anda cerca. Semmelweis fue un médico europeo, especializado en obstetricia, que vivió a mitad del siglo XIX. Trabajó en el Hospital General de Viena, una importante institución de investigación, donde intentó llegar hasta el fondo del horrendo índice de mortalidad existente entre las mujeres de la sala de maternidad. En la sección donde trabajaba Semmelweis, el índice de mortalidad era de una por cada
                          diez parturientas. Imagíneselo. Una de cada diez mujeres que llegaban para dar a luz moría. ¿Se lo imagina?
                          —No habría dejado a mi esposa que se acercara a ese lugar —dije.
                          —No habría sido el único. El Hospital General de Viena tenía tan aterradora fama que algunas mujeres llegaban a dar a luz en la calle y sólo después acudían al hospital.
                          —No se lo puedo reprochar.
                          —Yo tampoco —admitió Bud.
                          »La acumulación de síntomas asociados con esas muertes se conoció como "fiebre puerperal". La ciencia médica convencional de la época aplicaba un tratamiento separado a cada síntoma. La inflamación significaba que el exceso de sangre causaba la hinchazón, de modo que sangraban al paciente o le aplicaban sanguijuelas. Trataban la fiebre del mismo modo. La respiración dificultosa significaba que el aire era malo, así que mejoraban la ventilación, y así sucesivamente. Pero nada funcionaba. Más de la mitad de las mujeres
                          que contraían la enfermedad morían al cabo de pocos días.
                          »Los terribles riesgos eran bien conocidos. Semmelweis informó que a las pacientes se las veía con frecuencia "pidiendo de rodillas, retorciéndose las manos", que se las trasladara a otra sección de la sala de maternidad, donde el índice de mortalidad sólo era de una cada cincuenta, lo que seguía siendo horrible, pero mucho mejor que el índice de una cada diez de la sección de Semmelweis.
                          »Poco a poco, Semmelweis se obsesionó con el problema, sobre todo al descubrir por qué el índice de mortalidad en una sección de la sala de maternidad era mucho más elevado que en otra sección. La única diferencia evidente entre las dos secciones era que la de Semmelweis estaba atendida por médicos, mientras que la otra estaba atendida por comadronas. 
                          No acababa de ver cómo podía eso explicar la diferencia, así que trató de igualar todos los demás factores entre las pacientes de maternidad. Lo estandarizó todo, desde las posturas para dar a luz hasta la ventilación y la dieta.
                          Estandarizó incluso la forma en que se lavaba la ropa. Examinó todas las posibilidades, pero no encontró respuesta alguna. Nada de lo que intentaba suponía una diferencia medible en los índices de mortalidad.
                          —Tuvo que haberse sentido increíblemente desanimado —sugerí.
                          —Imagino que sí —asintió Bud—. Pero entonces ocurrió algo. Durante cuatro meses estuvo fuera, de visita en otro hospital, y tras su regreso descubrió que, durante su ausencia, el índice de mortalidad había descendido significativamente en su sección de la sala.
                          —¿De veras?
                          —Sí. No sabía por qué, pero estaba claro que había descendido. Se propuso encontrar la razón. Gradualmente, su investigación le llevó a pensar en la posible importancia de la investigación hecha por los médicos en cadáveres.
                          —¿Cadáveres?
                          —Sí. Recuerde que el Hospital General de Viena era un hospital universitario y de investigación. Muchos de los médicos dividían su tiempo entre la disección de cadáveres y el tratamiento de los pacientes vivos. Nadie había visto ningún problema en esa práctica porque todavía no se tenía un amplio conocimiento de los gérmenes. Lo único que conocían eran los síntomas. Al examinar sus propias prácticas de trabajo y compararlas con los que trabajaron en su puesto durante su ausencia, Semmelweis descubrió que la única diferencia significativa era que él mismo pasaba mucho más tiempo realizando disección de cadáveres.

                          »A partir de esas observaciones, desarrolló una teoría de la fiebre puerperal, que se convirtió en la precursora de la teoría de los gérmenes. Llegó a la conclusión de que «partículas» de los cadáveres y de otros pacientes enfermos se transmitían a los pacientes sanos en las mismas manos de los médicos, así que instituyó de inmediato la política de exigir que todos los médicos se lavaran las manos meticulosamente con una solución de cloruro y lima antes
                          de examinar a cualquier paciente. ¿Y sabe lo que sucedió?
                          —¿Qué? —pregunté, expectante.
                          —El índice de mortalidad descendió inmediatamente a una de cada cien.
                          —Así que tenía razón —dije, casi con la respiración contenida—. Los propios médicos eran los portadores.
                          —Sí. De hecho, Semmelweis comentó con tristeza en cierta ocasión: «Sólo Dios sabe el número de pacientes que murieron prematuramente por mi causa». Imagínese, tener que vivir con eso. Los médicos hacían todo lo que podían, pero lo cierto era que transportaban una enfermedad de la que no sabían nada, que causaba una multitud de síntomas debilitadores, todos los cuales se pudieron prevenir mediante un sencillo acto una vez que se descubrió la causa común de los síntomas, lo que más tarde se identificó como un germen.

                          Bud se detuvo. Apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia mí.
                          —Pues bien, existe un germen similar que se extiende por las organizaciones, un germen del que todos somos portadores en mayor o menor medida, un germen que mata el liderazgo, un germen que provoca multitud de «problemas de grupo». Se trata de un germen que se puede aislar y neutralizar.
                          —¿Qué es? —pregunté.
                          —Precisamente de lo que hemos estado hablando —contestó Bud—. Autoengaño, «la caja». O, más exactamente, el autoengaño es la enfermedad.

                          Lo que vamos a aprender ahora es el germen que la provoca.
                          »Lo que le sugiero, Tom, es que, lo mismo que sucedió con el descubrimiento de la causa de la fiebre puerperal, el descubrimiento de la causa del autoengaño supone la revelación de una especie de teoría unificadora, de una explicación que muestra cómo una serie de síntomas
                          aparentemente dispares, que llamamos "problemas de grupo", desde problemas en el liderazgo hasta los de motivación y toda la gama de problemas intermedios, vienen causados por lo mismo. Con ese conocimiento se pueden solucionar los problemas de grupo de una forma tan eficiente como no se habría creído posible antes. Existe una forma clara de atacar y
                          solucionar esos problemas, no uno a uno, sino de una sola y disciplinada vez.
                          —Eso es todo un logro —comenté.
                          —Lo es —asintió Bud—. Y también todo un descubrimiento. Pero no pretendo que crea ciegamente en lo que le digo. Me propongo ayudarle a descubrirlo por usted mismo. Necesitamos que lo comprenda porque necesita usted estar seguro de que las estrategias que se deriven de ello se ponen en práctica en su división.
                          —Está bien —asentí.
                          —Para empezar, permítame contarle algo sobre una de mis primeras experiencias en Zagrum.