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                          2.05 - Vivir en la caja



                          Vivir en la caja

                          Volví a mirar el esquema.

                          «¡Sí! —exclamé en silencio—. Todo este problema se produjo porque Bud traicionó un sentimiento que experimentó por Nancy. Pero yo raras veces
                          tengo esa clase de sentimientos por Laura. Y la razón es evidente: Laura es mucho peor que Nancy. Siendo como es, nadie querría hacer cosas por ella.

                          Mi caso es diferente. Bud se metió en problemas porque se traicionó a símismo. Pero yo no me estoy traicionando a mí mismo.» Me recosté en el asiento, satisfecho.

                          —Está bien, creo que lo comprendo —dije, preparándome para plantear mi pregunta—. Creo comprender la idea de la autotraición. Si lo he entendido bien, cada uno de nosotros, como persona, tiene un cierto sentido de lo que necesitan los demás y de cómo podemos ayudarles, ¿no es así?

                          —Así es —asintieron Bud y Kate al unísono.

                          —Y si tengo esa clase de sentido y actúo en contra de él, entonces traiciono mi propio sentido de lo que debería hacer por alguien. Eso es lo que llamamos autotraición, ¿correcto?

                          —En efecto, así es.

                          —Y si me traiciono a mí mismo, entonces empiezo a ver las cosas de modo diferente, hasta el punto de que se distorsiona mi visión de los otros, de mí mismo, de mis circunstancias y de todo lo demás, lo que hace que me sienta satisfecho con lo que estoy haciendo.

                          —Así es —asintió Bud—. Se empieza a ver el mundo de una forma que le induce a sentirse justificado en su autotraición.

                          —De acuerdo —dije—. Eso lo comprendo. Y a eso lo llaman ustedes «la caja». Entro en la caja cuando me traiciono a mí mismo.

                          —Sí.

                          —Muy bien, entonces se me plantea una cuestión: ¿y si no tengo el sentimiento de traicionar a nadie? ¿Qué ocurre, por ejemplo, cuando un niño llora y yo no experimento el sentimiento que tuvo usted? ¿Y si me limito a darle un codazo a mi esposa y a decirle que atienda al niño? Lo que me está diciendo es que eso no sería autotraición y que en tal caso no estaría en la caja, ¿correcto?

                          Bud guardó un momento de silencio.

                          —Esa es una pregunta importante, Tom. Tenemos que reflexionar sobre ella con algo de cuidado. En cuanto a si está usted en la caja o no, eso es algo que no sabría decirle. Para saberlo, tendrá que pensar en situaciones de su vida y decidirlo por sí mismo. Pero hay algo de lo que no hemos hablado todavía y que, sin embargo, puede ayudarle a contestar su pregunta.

                          »Hasta ahora hemos aprendido a entrar en la caja. En este punto estamos preparados para considerar cómo llevamos cajas con nosotros.

                          —¿Qué? ¿Las llevamos con nosotros? —pregunté.

                          —Sí. —Bud se levantó y señaló el esquema—. Fíjese que, después de haberme auto traicionado, me vi a mí mismo de formas autojustificadoras.

                          Por ejemplo, me vi a mí mismo como la clase de persona «trabajadora», «importante», «justa», «sensible», que es «buen padre» y «buen marido». Así es como empecé a verme después de haberme autotraicionado. Pero aquí se nos plantea una cuestión importante: ¿acaso tuve necesidad de mentirme, considerándome de estas formas autojustificadoras, antes de auto traicionarme?

                          Pensé por un momento en la pregunta.

                          —No, no lo creo—contesté.

                          —Correcto. Estas formas autojustificadoras de verme a mí mismo surgieron en mi autotraición, cuando necesité justificarme.

                          —Está bien, eso tiene sentido —admití.

                          —Pero sigamos pensando —dijo Bud—. La anécdota de la autotraición de la que hemos hablado no es más que un sencillo ejemplo y sucedió hace muchos años. ¿Cree que fue esa la única ocasión en la que me traicioné a mí mismo ?

                          —Lo dudo —contesté.

                          —Puede estar convencido de ello —afirmó Bud con una risita burlona—. No creo que haya pasado un solo día de mi vida, y quizá ni siquiera una sola hora, sin haberme autotraicionado de una u otra forma. En realidad, me he pasado la vida traicionándome continuamente a mí mismo, como usted, Kate, y cualquier otro empleado en Zagrum. Y cada vez que me auto-traiciono, me he visto de ciertas formas autojustificadoras, lo mismo que hice en la anécdota de la que hablamos. El resultado es que, a lo largo del tiempo, algunas de esas imágenes autojustificadoras se han convertido en características mías. Son las formas que adoptan mis cajas mientras las llevo conmigo a situaciones nuevas.

                          Tras decir esto, Bud añadió una quinta frase a la lista sobre la autotraición:

                          «Autotraición»

                          1. Un acto contrarío a lo que siento que debería hacer por otro ee un acto de «autotraición».

                          2. Cuando me traiciono a mí mismo, empiezo a ver el mundo de una forma que justifica mi autotraición.

                          3. Al ver un mundo autojustificado, se distorsiona mi visión de la realidad.

                          4. Así que, al traicionarme a mí mismo, entro en la caja.

                          5. Con el transcurso del tiempo, ciertas cajas se convierten en características mías y las llevo conmigo.

                          Me quedé allí sentado, tratando de digerir el significado de todo aquello, que no estaba muy seguro de entender.

                          —Permítame demostrarle lo que quiero decir —propuso Bud, indicando el esquema—. Apliquemos aquí mismo esa imagen autojustificadora. Imaginemos que, debido a mis numerosas autotraiciones, esa imagen autojustificadora se ha convertido en una característica mía. A medida que avanzo por entre mi matrimonio y mi vida, me veo a mí mismo como la clase de persona que es un buen marido. ¿Le parece correcto? —Asentí con un gesto—. Consideremos ahora lo siguiente: es el Día de la Madre y, a últimas horas de la tarde, mi esposa me dice con voz dolida:

                          «No creo que hayas pensado mucho en mí durante el día de hoy».

                          Bud hizo una pausa y pensé en el último Día de la Madre en mi propio hogar.

                          Laura me había dicho prácticamente lo mismo.

                          —Si llevo conmigo una imagen autojustificadora que dice: «Soy un buen esposo», ¿cómo cree que empezaré a considerar a Nancy una vez que me haya acusado de no pensar en ella? ¿Cree que puedo empezar a ponerme a la defensiva o a culpabilizarla?

                          —Oh, desde luego —contesté, pensando en Laura—. La culpabilizaría porque se le pasó la fecha por alto, o por no agradecerle todas las cosas que hace por ella, por ejemplo.

                          —En efecto. La culpabilizaría por ser desagradecida.

                          —O incluso por más que eso —añadí—. Podría sentirse atrapado por ella.

                          Quiero decir, ahí está ella, acusándole de ser despreocupado, cuando es ella la que nunca se preocupa por usted. Resulta bastante difícil esforzarse por hacerle el día agradable cuando ella no contribuye en nada a que uno desee hacerlo así.

                          Me detuve de improviso al sentirme en una fría situación embarazosa. La historia de Bud me había transportado a mis propios problemas, y mi indiscreción les había proporcionado a Bud y a Kate un atisbo de las crudas emociones que sentía hacia Laura. Me maldije a mí mismo y resolví permanecer más desvinculado de la situación.

                          —Así es —asintió Bud—. Sé exactamente a qué se refiere. Y si es eso lo que siento por Nancy, ¿cree que también podría exagerar sus defectos? ¿Es posible que me parezca peor de lo que es en realidad?

                          Yo no quería contestar, a pesar de lo cual Bud esperó.

                          —Sí, supongo que sí —dije finalmente con voz monótona.

                          —Y observe algo más —siguió diciendo Bud con entusiasmo—. Mientras yo sienta de ese modo, ¿cree que consideraré seriamente cualquier queja que me plantee Nancy, como eso de no haber pensado en ella en todo el día? ¿O le parece más probable que la rechace de un plumazo ?

                          Pensé en una interminable serie de altercados con Laura.

                          —Probablemente, no le prestaría mucha atención a sus quejas —contesté sin mucho entusiasmo.

                          —Pues fíjese —siguió diciendo Bud, indicando la pizarra—. Resulta que culpabilizo a Nancy, exagero sus defectos y atenúo los propios. ¿Dónde estoy, entonces?

                          —Supongo que está en la caja —contesté con voz apenas audible, mientras mi mente discutía la cuestión.

                          «¿Y qué pasa con Nancy? —me pregunté—. Quizás ella también está en la caja. ¿Por qué no consideramos eso?» De súbito, empecé a sentirme enojado con toda aquella situación.

                          —Sí—le oí decir a Bud—, pero observe, ¿tuve necesidad de traicionar en ese momento algún sentimiento para estar en la caja con respecto a ella?

                          Distraído por mis propios pensamientos, no comprendí la pregunta.

                          —¿Cómo ha dicho? —pregunté con beligerancia. Mi tono de voz me pilló por sorpresa y tuve de nuevo la sensación de haber quedado al descubierto.

                          La resolución de mantenerme desvinculado de la situación sólo había durado un instante—. Lo siento, Bud —añadí, tratando de recuperarme—, no acabo de comprender la pregunta.

                          Bud me miró con benevolencia. Estaba claro que había observado mi fugaz arrebato de cólera, pero no se dejó amilanar por ello.

                          —Bien, mi pregunta fue la siguiente: estaba aquí, en la caja con respecto a Nancy, a la que culpabilizaba, de la que exageraba sus defectos y todo lo demás, pero para estar en la caja con respecto a ella, ¿tenía que traicionar algún sentimiento propio en ese momento?

                          Por alguna razón, este breve intercambio y la atención exigida por la pregunta de Bud me calmaron y apartaron mi mente de mis propios problemas, al menos por el momento. Pensé en su historia y me situé en ella.

                          No recordaba que hubiera mencionado ningún sentimiento traicionado.

                          —No estoy seguro —contesté—. Supongo que no.

                          —En efecto. En ese momento y para estar en la caja con respecto a ella, no tuve necesidad de traicionar ningún sentimiento porque, en realidad, yo ya estaba en la caja.

                          Mi expresión tuvo que haber sido de perplejidad, porque Kate se apresuró a intervenir para ofrecer una explicación.

                          —Recuerde lo que Bud estaba diciendo hace un momento, Tom. Con el transcurso del tiempo, a medida que nos traicionamos a nosotros mismos, terminamos viéndonos de ciertas formas autojustificadoras, hasta que aplicamos esas imágenes autojustificadoras a las situaciones nuevas.

                          Entonces, no vemos a las personas directamente, como personas, sino que más bien las vemos en el marco de las imágenes autojustificadoras que nosotros mismos nos hemos creado. En cuanto alguien actúa de una manera que desafía las pretensiones planteadas por esa imagen autojustificadora, lo consideramos una amenaza. En cambio, si alguien refuerza con su actitud nuestra imagen autojustificadora, lo consideramos un aliado. Si su actitud no importa para la imagen autojustificadora, no lo consideramos importante. En cualquier caso, los demás se convierten en meros objetos para nosotros. Ya estamos dentro de la caja. Eso es lo que Bud intenta explicar.

                          —Exactamente —asintió Bud—. Y si ya estoy dentro de la caja con respecto a alguien, generalmente no experimentaré el sentimiento de hacer algo por esa persona, sea lo que fuere. Así pues, el hecho de que sienta pocos deseos de ayudar a alguien no demuestra necesariamente que esté fuera de la caja, sino que más bien indica que me encuentro hundido en ella hasta lo más profundo.

                          —¿Me está diciendo que si, en general, no experimento sentimientos de hacer cosas por alguien en mi vida, como por ejemplo mi esposa Laura, es porque probablemente ya estoy en la caja respecto de ella? ¿Es eso lo que me está diciendo? —pregunté.

                          —No, no exactamente —contestó Bud, que volvió a sentarse junto a mí—.

                          Lo único que sugiero es que, en general, eso es lo que sucede en mi caso, al menos con respecto a aquellas personas de las que estoy más cerca en mi vida. Desconozco si eso mismo le sucede a usted con respecto a Laura, por ejemplo. Eso es algo que tendrá que decidir por sí mismo. Pero, como regla general, permítame sugerirle lo siguiente-si parece estar dentro de la caja en una situación dada pero no logra identificar ningún sentimiento que haya traicionado en ese preciso momento, lo más probable es que sea porque ya estaba previamente en la caja. Y quizá le resulte útil entonces preguntarse si no estará llevando consigo algunas imágenes autojustificadoras.

                          —¿Como por ejemplo ser un buen marido? —pregunté.

                          —Sí, o como ser una persona importante, o competente, o trabajadora, o la más lista, o ser alguien que lo sabe todo o lo hace todo, o que no comete errores o piensa siempre en los demás, y así sucesivamente. Casi todo se puede pervertir y convertirse en una imagen autojustificadora.

                          —¿Pervertir? ¿Qué quiere decir?

                          —Quiero decir que la mayoría de imágenes auto-justificadoras son perversiones producidas dentro de la caja acerca de lo que sería estupendo que fuese realidad fuera de la caja. Por ejemplo, sería magnífico ser un buen marido, o pensar siempre en los demás, o tratar de acumular todos los
                          conocimientos que podamos sobre aquello en lo que trabajamos, y así sucesivamente.

                          Pero esas son precisamente las mismas cosas que no somos cuando tenemos imágenes autojustificadoras acerca de ellas.

                          —No estoy seguro de haberle comprendido —dije.

                          —Bueno —dijo Bud, que se volvió a levantar—, pensemos un momento en imágenes autojustificadoras. —Se puso de nuevo a pasear—. Por ejemplo, ciertamente resulta bueno pensar en los demás, pero ¿en quién pienso en realidad cuando me convenzo a mí mismo de que estoy pensando en los demás?

                          —Supongo que en mí mismo.

                          —Exactamente. Así pues, mi imagen autojustificadora me miente. Me dice que estoy concentrado en una cosa, en este caso en los demás, cuando en realidad no hago sino concentrarme en mí mismo.

                          —De acuerdo —dije, tratando de encontrar algún fallo en su lógica—. Pero, ¿qué me dice de lo otro que acaba de mencionar, de ser listo o de saberlo todo? ¿Qué problema hay en eso?

                          —Veamos. Digamos que, por ejemplo, tiene usted una imagen autojustificadora según la cual lo sabe todo. ¿Cómo cree que se sentirá con respecto a alguien que le sugiera algo nuevo?

                          —Supongo que me mostraría resentido, o que procuraría encontrar algo erróneo en su sugerencia.

                          —Correcto. Y, siendo así, ¿cree que en la próxima ocasión se acercaría a usted para brindarle nuevas ideas?

                          —No, supongo que no. Claro, ya comprendo lo que quiere decir —dije de repente—. Mi imagen auto-justificadora sobre saberlo todo puede ser precisamente lo que en ocasiones me impida enterarme de lo que necesito saber.

                          —Eso es. Si tengo esa imagen autojustificadora, ¿cree acaso que lo que más me importa es saberlo todo?

                          —No. Supongo que su mayor preocupación sería usted mismo, la imagen que ofrece ante los demás.

                          —Exactamente —asintió Bud—. Y esa es la naturaleza de la mayoría de las imágenes autojustificadoras.

                          Bud siguió hablando, aunque dejé de prestarle atención y me perdí en mis propios pensamientos. «Está bien, de modo que llevo mis cajas conmigo.

                          Quizá tenga algunas de esas imágenes autojustificado-ras de las que habla Bud. Quizás esté dentro de la caja con respecto a Laura. Quizá, en general, Laura no sea para mí más que un objeto. Está bien. Pero, ¿qué pasa con Laura? Todo esto parece estar diciendo que soy yo el que tiene el problema.

                          Pero, ¿y el problema de Laura? ¿Qué ocurre con sus imágenes autojustificadoras?

                          ¿Por qué no hablar de eso?»

                          Volvía a sentirme enojado cuando, de repente, fui consciente de mi enojo.

                          Bueno, «consciente» quizá no sea la palabra adecuada, porque cuando me enfado siempre me doy cuenta de que estoy enfadado. En esta ocasión, sin embargo, me di cuenta de que había algo más: era consciente de la hipocresía de mi enfado. Allí estaba yo, enojado porque Laura estuviera en la caja, pero ese mismo enojo significaba que yo también lo estaba. Es decir, ¡me enojaba con ella por ser lo mismo que yo! Aquella idea me dejó atónito y, en un instante, Laura me pareció diferente, no en el sentido de que ya no tuviera problemas, sino diferente en el sentido de que yo también los tenía. Los problemas de Laura ya no parecían justificar los míos.

                          La voz de Kate interrumpió mis pensamientos.

                          —Tom.

                          -¿Sí?

                          —¿Tiene todo esto sentido para usted, Tom?

                          —Sí, lo comprendo —contesté despacio—. No es que me guste, necesariamente, pero lo comprendo. —Hice una pausa, sin dejar de pensar en Laura—. Creo que tengo bastante trabajo pendiente.

                          Fue un momento interesante. Por primera vez en esa tarde, me sentí completamente abierto a lo que Bud y Kate compartían conmigo, abierto a la posibilidad de que yo tuviera un problema. En realidad, me sentía algo más que abierto. Sabía que tenía un problema y, en cierto modo, bastante grande.

                          Hasta ese momento estaba convencido de que aceptar la posibilidad de tener un problema significaría que era un perdedor, que había sido machacado, que Laura había ganado. Pero ahora no me lo parecía así. De una forma extraña, me sentí liberado, sin trabas. Laura no ganaba y yo no perdía. El mundo me pareció muy diferente a como lo había visto hasta un momento antes. Sentí esperanza. ¡Imagínense! ¡Sentí esperanza en el mismo instante en que descubrí que tenía un problema!

                          —Sé a lo que se refiere —dijo Kate—. Yo también tengo mucho trabajo pendiente.

                          —Lo mismo que yo —asintió Bud.

                          Transcurrió un momento, en silencio.

                          —Nos queda una cosa de la que hablar —dijo Bud—, antes de dirigir la discusión hacia la empresa y ver lo que supone todo esto para Zagrum.